Raúl Arias Lovillo*
La fracción séptima del Artículo Tercero de la Constitución establece:
“Las universidades y las demás instituciones de educación superior a las que la ley otorgue autonomía, tendrán la facultad y responsabilidad de gobernarse a sí mismas; realizarán sus fines de educar, investigar y difundir la cultura de acuerdo a los principios de este artículo, respetando la libertad de cátedra e investigación y de libre examen y discusión de las ideas; determinarán sus planes y programas; fijarán los términos de ingreso, promoción y permanencia de su personal académico; y administrarán su patrimonio. Las relaciones laborales, tanto del personal académico como el administrativo, se normarán por el apartado A del Artículo 123 de esta Constitución, en los términos y con las modalidades que establezca la Ley Federal del Trabajo conforme a las características propias de un trabajo especial, de manera que concuerden con la autonomía, la libertad de cátedra e investigación y los fines de las instituciones a que esta fracción se refiere”…
Asimismo, la fracción tercera y la cuarta del propio Artículo Tercero Constitucional, fijan la gratuidad de la enseñanza y el compromiso del Estado mexicano de apoyar a la educación superior y la investigación científica. Es decir, en el cumplimiento de sus funciones sustantivas de docencia, investigación y difusión de la cultura, las universidades públicas se basan en el régimen de autonomía, y reciben del Estado, esto es, de la federación, los gobiernos estatales y los municipios, los recursos necesarios para el desarrollo de dichas funciones.
Esta son, sin equívocos, la literalidad de la norma y el espíritu de la misma, los elementos con los que se conforma el marco legal de la mayoría de las universidades públicas de México. Es, de muchas maneras, una conquista universitaria y el resultado de un largo proceso de la vida política y educativa nacional que ha involucrado las luchas de la universidad mexicana. Un triunfo de la razón y de la libertad académica y científica, también.
El principio de la autonomía ha acompañado a las universidades de América Latina desde principios del siglo pasado. Siendo un valor universitario que encarna la libertad de su comunidad para autogobernarse, definir sus programas académicos y regular sin intromisión de ningún poder del exterior sus asuntos internos, es cierto que ha sido también bandera de defensa de la integridad institucional.
En México, la autonomía fue elevada a rango constitucional, precisamente para que las comunidades académicas de las universidades tuvieran la facultad de decidir la forma de gobierno y el derecho de elegir a sus autoridades; este derecho constitucional no excluye de modo alguno una serie compromisos jurídicos, sociales y morales como la rendición de cuentas y la transparencia en el manejo de los recursos económicos y materiales, los cuales aquellas están obligadas a cumplir de manera puntual e irrestricta.
Tengo la convicción de que la autonomía es un derecho pero sobre todo una responsabilidad. Como he sostenido en otros momentos, el autogobierno en las universidades debe estar basado en la eficiencia, en la calidad académica, en el compromiso social y en un elevado sentido de la ética de la responsabilidad.
Desde esa perspectiva, contiene un ingrediente moral ineludible. Éste se asume de forma práctica cuando se cumplen las funciones sustantivas de la universidad, cuando se lleva a cabo un programa académico, de investigación, en el momento en el que se gestionan y administran los recursos de la sociedad, y que el Estado les transfiere.
La autonomía es por ello mismo un ejercicio de moral cuando se defiende el derecho de la universidad a nombrar a sus propias autoridades. Eso es justamente lo que hicieron las universidades Michoacana de San Nicolás de Hidalgo y la Universidad de Guadalajara, ante el poder judicial de la Federación. Al amparo del Artículo Tercero de la Constitución, ambas casas de estudio protegieron la autonomía y el derecho de los universitarios de nombrar a su albedrío a sus representantes, y a darse sus propios esquemas de desarrollo con el fin de fortalecerse académica y socialmente.
Autonomía y financiamiento
En esto último creo que se debe insistir. Muy pocos consideran ya a la autonomía como un privilegio o como una patente para cometer arbitrariedades, y esos pocos, por cierto, no son sectores pertenecientes a las comunidades académicas, sino a grupos de presión que buscan utilizarla para fines ajenos a la propia universidad.
La autonomía infiere, por lo tanto, en la responsabilidad moral de su ejercicio –y por convicción política de los propios universitarios– no sólo la tarea de cumplir con normas y prácticas de transparencia y rendición de cuentas, sino la de llevar a cabo programas y acciones de política universitaria que conduzcan a las casas de estudio a mejores niveles académicos.
Acechada de distintas formas y con nuevas modalidades, con nuevos retos y nuevos problemas, la universidad autónoma y pública ha desarrollado en su propio cuerpo institucional, un mecanismo de defensa que es el planteamiento programático estratégico fundado en la calidad académica, la pertinencia y el compromiso social.
Entre otras, la Universidad Veracruzana ha añadido a ese mecanismo estratégico la innovación, la sustentabilidad y la internacionalización. Los énfasis dependen de cada una de las casas de estudio. Atienden sus condiciones históricas, a factores demográficos, de política interna, a sus tradiciones académicas y culturales y aún a su entorno político.
Esto lo han hecho muy bien las universidades públicas de México. Por eso son mejores que antes. Por eso cuentan con más investigadores en el SNI, con más posgrados en el padrón del Conacyt, con más profesores de tiempo completo, o sea, sus niveles de desarrollo cuantitativo y cualitativo hoy son más altos que hace diez años.
Como representante de las universidades públicas en el Consejo Nacional de la ANUIES, he señalado que el tratamiento del tema del presupuesto federal para la educación superior pública, debe recompensar estos logros, fruto, sin duda, del enorme esfuerzo de los académicos y estudiantes de las instituciones.
Adicionalmente, y por dichas razones, ha sido una preocupación de nuestra parte evitar que el “forcejeo” –para llamarle de algún modo a las acciones que anualmente éstas tienen que realizar para conseguir los recursos que requieren– sirva de pretexto para socavar la autonomía universitaria. Impedir, en efecto, que no lo sea entonces, pero también que no lo sea cuando los presupuestos y los fondos aprobados por la Cámara sean aplicados.
Esta semana, en la prestigiada e histórica Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo, con motivo de la reunión del Consejo de Universidades Públicas e Instituciones Afines (CUPIA), los rectores y los representantes de las universidades públicas, tendrán la oportunidad de revisar y analizar con seriedad y responsabilidad estas y otras experiencias sobre la autonomía universitaria. Estoy seguro que lo harán bajo la premisa de preservarla y consolidarla.
* Rector de la Universidad Veracruzana
Artículo reproducido con la autorización del autor.
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